Dirigida por Jennifer Kent (The Babadook), este nuevo capítulo retoma la historia 15 años después de los eventos de la película original. Sarah, dada por muerta por el mundo, ha vivido aislada, luchando contra la culpa del superviviente y los horribles recuerdos de la cueva que le robó todo. Pero cuando una nueva expedición descubre evidencia de que algo, o alguien, podría seguir vivo en las profundidades del sistema de cuevas de los Apalaches, Sarah se ve arrastrada de vuelta al vacío. Esta vez, no solo lucha por sobrevivir, sino que regresa para enfrentarse a la verdad.

Desde el primer fotograma, la película rezuma terror. El descenso a las cuevas es lento, silencioso y sofocante. La cinematografía captura cada centímetro de piedra irregular, cada gota de agua, cada destello de una linterna que se apaga. No solo ves la película, sino que la sientes acercándose a ti.

Macdonald es electrizante. Mayor, más dura, pero profundamente marcada, su actuación ancla la película en un realismo emocional. Ya no es la misma Sarah; es algo más fuerte y más atormentada. Su viaje se convierte en un descenso no solo al abismo físico, sino a un trauma enterrado, alucinaciones y a la aterradora posibilidad de que los monstruos a los que una vez se enfrentó… quizás nunca hayan abandonado su mente.

O tal vez siempre fueron reales.

El diseño de la criatura es más aterrador que nunca: pálido, grotesco y perturbadoramente evolucionado. La película insinúa nuevas capas de mitología, sugiriendo que los horrores bajo tierra son más antiguos —e inteligentes— de lo que se imaginaba. Pero, sabiamente, mantiene intacto el misterio, permitiendo que el miedo se apodere de lo desconocido.

¿El acto final? Una obra maestra desgarradora de tensión, dolor y rabia primitiva, que culmina en un giro que dejará al público sin aliento y conmocionado.